viernes, 8 de junio de 2012

Palabra de Juan Madrid

Durante años me has contado muchas cosas sobre las infinitas maneras de delinquir, de engañar, robar y abusar, pero nunca sobre la otra violencia, la llamada violencia legítima, la que ejerce el Estado o las grandes corporaciones. ¿Te suena lo que te digo? A veces hemos hablado de eso. ¿Te acuerdas?

En realidad la violencia es tan vieja como el mundo, y se equivoca quien piense que hoy está más extendida que ayer o que antes de ayer. Desde el garrote paleolítico a la bomba atómica, creada por pulcros ingenieros, la brutalidad y el desprecio al semejante no ha cesado, se han metamorfoseado. La violencia es legítima, o se la llama así, cuando pretende hacer respetar el orden establecido. Por el contrario, se considera ilegítima la que proviene de individuos que actúan por su cuenta y en su propio beneficio. Esa que tú me has contado tantas veces.

Estoy convencido de que la delincuencia individual funciona como contrapunto de la delincuencia generalizada de los Gobiernos y de las grandes corporaciones que actúan como tales. En todas partes del planeta, los Gobiernos y los "trusts" económicos contaminan, roban, avasallan a las minorías, declaran guerras, aplacan sublevaciones, reprimen a sus opositores, encarcelan, torturan y matan, complan silencios y complicidades, engañan y extorsionan. A veces, cada vez menos, estas prácticas aparecen, en parte, denunciadas en alguna prensa y en libros. Pero nadie, o muy poca gente, parece darse cuenta. Estamos todos embrutecidos, muy entretenidos intentando sobrevivir en esta jungla, atareados viendo la tele y consumiendo los productos que una hábil publicidad nos hace comprar, ya sean coches, casas con piscina, libros o zapatos de marca.

Todo eso, querido amigo, lo hacen con la pretensión de hacernos olvidar que detrás de esa violencia institucionalizada apenas se esconde una brutal explotación que ha conducido a que un tercio de la población mundial viva en la más extrema pobreza.

Juan Madrid
"Adiós, princesa"

Todo un ejemplo de que las novelas policíacas están claramente infravaloradas.
 

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