sábado, 13 de febrero de 2016

Política

En la filosofía medieval aprendimos a que la política se encontraba normalmente por debajo de la ética. El comportamiento individual y las leyes naturales debían de guiar nuestras acciones hasta el punto se llegar a corromper nuestras emociones. Digamos que era una época en la que muy pocos podían dejarse llevar por las pasiones. No como ahora.

Para las personas que nos gusta la acción política, el contexto actual es muy bonito. Lleva a la misma hasta su propia base, que se cimienta en el diálogo y en su resultante entendimiento. Un contexto en el que la retórica (el arte de persuadir) ha de estar a la altura. No obstante, también se encuentra teñido de contradicciones y de opacidades que nada le benefician.


A menudo, quienes acceden al poder declaran que no lo deseaban, que se han plegado a tal sacrificio por responsabilidad, que no podían sustraerse de dicho deber, etcétera. Sorprende ciertamente que se crean dotados de la suficiente fuerza de alma para ejercer el dominio, cuando carecen de la misma para rechazarlo. Porque lo cierto es que nadie ha sido jamás constreñido para gobernar, sino todo lo contrario: muchos, a lo largo de la historia, han llegado a poner en juego su vida y la de los demás para hacerlo.

Tan sobrados andamos de politicones como menesterosos de genuinos. Politiquear es un verbo que se conjuga poco, si bien no por falta de ocasiones. Esta degeneración del arte de la política consiste en contactar con la realidad a través de estímulos sensacionalistas. La improductividad de ese ejercicio lleva al politicón a percibirse como limosnero del azar, y a buscar legitimidad en lo impredecible del resultado.

Si el azar es el árbitro de todo, es legítimo autoconcederse indulgencia por la personal impotencia. Él se sospecha a sí mismo como un placebo inocuo. Sus decretos son un expediente de compasión cuya única finalidad es la eventual eficacia en sugestionar al administrado, haciéndole creer que hay remedios para su dolencia y voluntad de administrárselos.

Hay algo de lúcido en ella, pues es cierto que las sociedades no se cambian por decreto. Es un sistema complejo que, si bien puede ser remodelado, escapa a la mera decisión consciente de los/as individuos. La historia universal enseña que sus epifanías son hijas de al menos tres madres: la causalidad, el azar y la libertad humana. Domesticar a la primera y a la última para neutralizar a la segunda. Si el poder es su herramienta, el pensamiento y la acción han de ser su séquito.


Todos los hombres y todas las mujeres tienen dos manos, pero no todos tienen el don de esculpir. Todos pueden pensar y actuar en aquel ágora que existía en la Antigua Grecia, pero no todos están dotados para entender la política. El poeta Friedrich Hölderin dijo: "lo que ha hecho siempre del Estado un infierno en la Tierra ha sido precisamente el intento del hombre de convertirlo en su Cielo", y por lástima tengo que estar de acuerdo.

En mi humilde opinión, toda interpretación es un ejercicio de subjetividad nacido del íntimo diálogo entre el sujeto y la obra. Lo bueno no se destruye con la crítica, sino que lo convierte más y más en sí mismo. Y lo malo no es siempre tan malo, sino en demasiadas ocasiones nuestro propio ejemplo: "exactamente los mismos defectos que al aparecer en las funciones del Estado atribuimos a la vieja política, los encontramos en todas las operaciones privadas de los ciudadanos. La economía de los particulares adolece de los mismos vicios que las finanzas públicas. La incompetencia del ministro y del parlamentario, su arbitrariedad y su caciquismo, reaparecen en el ingeniero, en el intelectual, en el agricultor, en el catedrático, en el médico, en el escritor, etcétera". Palabras del filósofo José Ortega y Gasset.


En definitiva, el político es una persona con una vocación y unas capacidades determinadas; pero no es alguien diferente al resto, sino del mismo barro. Lo cual convierte a la propia política también en barro. "Aquel de ustedes que esté libre de pecado, que tire la primera piedra", dijo el apóstol Juan. Antes de terminar la frase, hoy en día todos los demagogos ya la habrían lanzado.

Despediré este texto, que habla de la naturaleza humana, con unas palabras del escritor Francisco de Quevedo: "nadie merece el buen nombre de ministro u hombre de Estado, sino el que nunca con deslealtad ofendió el lustre de su nombre y reputación, el que tiene perfecta noticia de los hombres, de los negocios y de las tierras, el que en todos los casos que pueden suceder está advertido, y no tiene a los demás por ignorantes: el que no presume de saberlo todo ni lleva las cosas siempre por su camino, si bien no se desvía un punto del bueno y verdadero; cuyo parecer carece de ordinario de todo lo que huele a lisonja o cobarde servidumbre; el que no antepone su interés al bien público, ni determina con enojo, interés o ira, o precipitación, cuatro peligrosos escollos donde se suelen abrir los entendimientos más vivos e irse a fondo; al fin el que tiene orden en sus discursos, juicio en sus escritos, entereza en sus pareceres, constancia y secreto en lo que se le encarga, diligencia y fidelidad en lo que determina. Y estas cosas todas piden no solo ingenio, buen natural y una viva fuerza de entendimiento, sino también una larga experiencia de los negocios públicos, que es en lo que consiste la ciencia real, que llaman razón de Estado, o prudencia política, para cuya noticia y práctica fue siempre corto el término de la vida".

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